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domingo, 15 de noviembre de 2015

NO IMPORTA: CAP: 3

Capítulo 3
Farah despertó bañada en sudor. La imagen de lo ocurrido se le apareció ante los ojos.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para haber salido con Corinna a encontrarse con un hombre?
Miró a su alrededor tratando de identificar el lugar en el que estaba. Era un estrecho cubículo revestido de madera y el potente olor salado del mar se masticaba.
Encontró a Corinna y se acercó a ella, despertándola.
 ― ¿te encuentras bien Corie?
La muchacha, con ojos asustados, sollozó:
― ¿Quiénes son esos hombres Farah? No reconocí a ninguno que fuera de la escolta de Caleb.
 ―Creo que son españoles. Puede que hayan venido a buscar a la prisionera de padre.
 ―Me buscaban a mí.
Farah asintió pasándose la lengua por los labios. Los tenía resecos y le dolía muchísimo la mandíbula. Sabía que Abu devolvería a la española a cambio de Corinna, pero no lo haría por ella. Por otro lado tampoco podía exponer a su hermana al odio de esos hombres, mucho menos cuando supieran lo que Abu había hecho con la muchacha.
  ― Todo se arreglará, ya lo verás. – Farah miró alrededor. La luz de la luna penetraba por una redonda claraboya.
 ―Si se enteran que yo soy Corinna me harán mucho daño. – Gimió con angustia– ¡ay, Farah, nunca debí arrastrarte conmigo!
 ―No dejaré que te pase nada – prometió, pensando con rapidez.  – dame todas tus joyas, no deben verte con ellas. Deben pensar que eres una simple sirvienta. Por lo pronto seguiré haciéndome pasar por ti. No se te ocurra ir a meter la pata.
Corinna obedeció.
  ― Me gustaría ser tan valiente como tú. Si lo fuese no dejaría que cargaras con las culpas.  
  ―  No te voy a permitir que me lleves la contraria. Esto es demasiado peligroso para ti Corie.
 Estaban en un cuarto de cuatro paredes, una puerta y el ventanuco, sin ninguna clase de mobiliario.  El suelo estaba frio, húmedo y desprendía un olor rancio y putrefacto, como si utilizaran ese sitio para hacer necesidades fisiológicas. Olía a retrete. Una peste nauseabunda.
La puerta se abrió bruscamente y el musulmán de antes asomó la cabeza por la abertura.
   ―  Corinna sígueme.
   ―  ¿Y si no lo hago?
   ―  Tendré que llevarte a la fuerza.
Farah tragó con dificultad y miró a su hermana con una chispa de coraje en sus ojos qué quiso fuera tranquilizador.
El hombre la guió por un largo corredor. El olor del mar allí era más fuerte.
  ― ¿Dónde estamos? ¿Esto es una embarcación?
El hombre asintió con la cabeza.
Farah se sintió morir. ¿Dónde las llevaban?
   ―  ¿Qué van hacer con mi sirvienta?
   ―  Eso no es asunto mio.
   ―  ¿De quién entonces?
Él no contestó y la hizo ascender por una escalera estrecha.  Una brisa fresca y agradable agitó el pañuelo de seda que cubria su cabeza. Aún tenía la túnica negra sobre sus ropas y el calor era insoportable, no estaba acostumbrada a estar tan abrigada.  Su corazón comenzó a galopar salvajemente cuando descubrió que la embarcación era un enorme galeón de grandes dimensiones que se balanceaba en la oscura negrura que los rodeaba. Un inmenso mar negro como el infierno.
Sobre la cubierta había farolillos y lámparas de aceite de ballena marcando la silueta del barco, también había algunos hombres entre las sombras haciendo sus tareas o simplemente conversando.
Levantó los ojos por inercia hacía el palo mayor donde ondeaba una bandera negra. Recibió un fuerte estremecimiento y achicó los ojos.
¡Piratas!
 ―El almirante desea hablar contigo.
Farah bajó la cabeza respirando con fuerza y se frotó la barbilla donde empezaba asomar un cardenal.
 ― ¿Qué es lo que quieren?
―  Te lo dirá el almirante.
― ¿es por la española?
 ―Así es. Él te va hacer unas preguntas y tienes que responderlas. Me llamo Ayoub y te ayudaré a entender las palabras del almirante pero procura no enfadarle, ya no le queda ni pizca de paciencia.
Farah asintió y apretó los puños contra sus piernas. Prometió ser sincera. Les diría donde se encontraba la muchacha y como podían sacarla de allí.
  ― ¿Dejaran después que me vaya?
Ayoub se encogió de hombros.
   ―  No depende de mí.
Farah trató de esconder sus propios miedos bajo una apariencia tranquila y serena. Siempre había vivido con la protección de Abu y nunca había esperado que llegara un momento como aquel, aunque sabía que su padre tenía numerosos enemigos y más que se iba creando con el paso de los años.
Ayoub abrió la puerta y Farah entró con piernas temblorosas en un elegante camarote. El hombre alto que antes la había cogido del cuello se levantó de una silla en el momento de verla. Su figura era temible así como su rostro frio y duro. Sus ojos, ahora los vio con claridad, eran dos acerados lagos azules. Era un hombre muy guapo aunque tenía una expresión que asustaba. Farah tragó con nerviosismo el nudo de su pecho. De una rápida pasada descubrió a otro sujeto que esperaba de pies cerca de una ventana cuadrada. Este vestía una casaca de oficial y su rostro expresaba tanta furia como la del moreno. Varias lámparas iluminaban el lugar con un tono dorado amarillento que bailoteaba sobre las paredes.
El alto moreno murmuró algo al musulmán al tiempo que a ella la taladraba con la mirada.
―  Dice que te quites el velo de la cabeza.
― ¡no puedo hacerlo! Va en contra…. – se calló repentinamente cuando de manera peligrosa el español dio un paso hacia ella. Sin demorar ni un segundo deslizó el pañuelo al cuello descubriendo su rostro y el cabello. Su lustrosa melena cayó sobre los hombros y la espalda lanzando destellos cobrizos de oro y fuego.
 ¿Qué importaba si Abu la había dicho que llevara siempre el pelo cubierto en su presencia? Él no estaba y ella no pensaba discutir con esos hombres.

 Diego Salazar se quedó parado un momento. No había esperado que Corinna fuera tan bella. Había sido una suerte que al preguntar a los hombres de aquel poblado sobre la familia de al Rashed le hubieran dicho que esperaban a su hija. Se había informado y le habían contado que la joven odiaba a los extranjeros. En ese momento le pareció algo extraño pues ella misma lo parecía con aquella espesa melena cobriza. Unos cabellos preciosos que bajaban escalonados hasta la cintura. Sus ojos eran grandes, rasgados y de un profundo color verde, rodeados de pintura negra que los volvía más grandes y profundos. Dos esmeraldas en un rostro de rasgos perfectos, tersas mejillas y redondeado mentón. Era una muchacha alta y esbelta aunque la túnica que llevaba le hacía parecer pequeña y sumamente delgada.
Otra cosa que Diego también había escuchado era que adoraba las joyas, y por el sonido inconfundible que hacían sus manos al moverlas, imaginó que estaría cubierta de pulseras. Una niña consentida a la que su padre tenía en palmitas. Si así era, pronto acabaría con su cometido.
Al ver el miedo en los ojos de la joven pensó en el terror que su hermana estaría viviendo. No quería ser condescendiente con la hija de al Rashed, sin embargo sintió una repentina punzada de ternura ante su juventud que reprimió al sentarse en la silla de nuevo. Él no era ningún salvaje.
La hizo una señal para que ella también tomara asiento. Ya de momento estaba siendo más amable de lo que había querido ser aunque deseaba liberar su rabia con todo el odio de su corazón.
 Ayoub se acercó hasta ellos para traducirles.
 ―Estoy buscando a mi hermana Ana Lisa y me han dicho que la tiene tu padre. Háblame de ella.

Farah le miró mientras hablaba. La voz del almirante había adquirido un tono más cálido y suave que al principio. Relajado era un hombre muy atractivo y agradable de ver. Tenía la piel bronceada, hombros anchos y unos labios muy excitantes. Su mirada más calmada, era como el mar de verano en el horizonte.
La joven escuchó al musulmán y asintió.
 ― Esa muchacha llegó a la casa hará dos semanas y media. Mi padre la tiene encerrada en una celda porque ella no demuestra respeto – prefirió evitar decirle que la habían violado. Sabía que contárselo solo ayudaría a cavar su propia tumba y la de Corinna. – Escuché decir que quieren venderla muy pronto pero no sé a quién. En estos casos los que suelen beneficiarse son… los generales o… soldados.
― ¿Cómo se encuentra ella? ¿Ha sufrido daño alguno?
Farah no podía mentir al respecto por mucho que le hubiera gustado, pero los castigos de Abu eran bastantes oídos en la ciudad. Ella misma aún tenía en la espalda secuelas de las heridas sufridas por su rebeldía.
 ―Latigazos.  
El almirante golpeó la mesa con el puño cerrado cuando escuchó la traducción y todo lo que había encima dio un bote, incluida Farah que dejó de respirar. El corazón tronaba en sus oídos como tambores de guerra. La compasión que había podido ver en sus ojos azules escasos segundos antes, fue sustituida por una frialdad absoluta. De nuevo él le dijo algo a Ayoub.
Farah miró al musulmán esperando que la tradujera pero él se limitó a tomarla del brazo haciéndola ponerse en pie.
Se asustó. ¿Iban a matarla ahora?
 ―Yo sé dónde se encuentra la española, puedo indicarles…
Ayoub negó.
 ―El almirante hará un intercambio.
 ― ¿un intercambio?
 ―vamos muchacha, no le hagamos irritar más todavía.
Ella miró al almirante resistiéndose a salir. Sabía que Abu nunca entregaría a la española por ella.
 ―Pero…
Ayoub la arrastró de nuevo sin darle ninguna opción de seguir hablando.
  ― ¡Tiene que soltarme! Yo puedo ayudarlos.
 ―No necesitamos nada de ti, ya has respondido lo que se te ha pedido.
 ―  ¿Y qué va a pasar ahora?
 ―  Cuando llegue el momento lo sabrás.
Ayoub no quiso seguir hablando con ella y otra vez la llevó al cuartucho donde estaba su hermana. Apenas las dio tiempo de abrazarse cuando el hombre se llevó a Corinna.  Por lo menos a Farah no la pareció que Ayoub fuese tan rudo con su hermana como con ella y en parte eso calmó un poco su ansiedad.
   ―  Ten un poco de sensatez hermana – susurró para sí misma, con los dedos fuertemente cruzados.  
              *************
Corinna estaba tan aterrada que su cuerpo temblaba incontrolablemente cuando la hicieron sentar en una alta silla del camarote del almirante.
   ― Puedes decirla que no tenemos nada en contra de los sirvientes de al Rashed – le dijo Diego al musulmán. – Que te hable de él.
Ayoub fue traduciendo las palabras de la joven:
―El Sultán Abu al Rashed es un hombre muy cruel y vengativo. Le gusta humillar a las extranjeras e imponerlas su poder. La luna pasada desfloró a la española y todos pudimos escuchar sus gritos de dolor. Quiere venderla a principio de semana en cuanto sus heridas terminen de cicatrizar. Farah, la hija mayor de Abu fue la única persona que pudo acercarse a la mujer a cuidarla y ayudarla. Por ello seguramente sufra un castigo intenso y doloroso.
Diego observó a la sierva que gimoteaba, al tiempo que por las finas mejillas rodaban gruesos lagrimones.  
   ―  ¿Por qué su hija mayor hizo eso? – quiso saber.
 Volvió a esperar a que su hombre le tradujese.
   ―  Farah es la hija de una esclava inglesa. Odia a su padre y no comulga con sus actos. De hecho apenas tiene una religión definida ya que su madre abraza el cristianismo. Sin embargo Abu se niega a que abandone su hogar.
Diego se giró a la ventana para que ni Guzmán ni Ayoub pudieran ver la dolorosa angustia en sus ojos azules. Apoyó las manos en el quicio con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos y maldijo a Corinna por no haber sido totalmente sincera con él. ¡Claro! ¿Qué podía esperar de la hija de un violador y un asesino? Posiblemente temiera correr con la misma suerte, y no estaba muy equivocada. En aquel momento Diego estaba tan lleno de ira y sed de venganza que todo lo que llevaba dentro, se prometió, se lo haría pagar a la adorada hija del Sultán con creces.
 ―Devolver a la sierva a tierra y que lleve una misiva a ese hombre. La vida de mi hermana a cambio de la de su hija.
 ― ¿te encuentras bien? – preguntó Guzmán cuando se quedaron solos. Diego seguía observando la negra oscuridad por la ventana. El reflejo de la luna sobre el océano brillaba como una gigantesca perla flotando a la deriva cuando gruesas nubes la descubrieron. Se avecinaba tormenta.
 ―Sabía que esto iba a pasar – contestó él levantando una mano a la altura de su cabeza. Con el puño cerrado golpeó en el marco de la ventana. Sentía un fuerte nudo en su pecho imaginando a la pequeña Ana Lisa a merced de ese hombre. Una rabia enfermiza le volvió loco.
 ―No tardaremos en recuperarla – dijo Guzmán queriendo apaciguarle. En ese momento no sabía que palabras utilizar para calmar a su amigo. Cualquier cosa que dijera no iba a ser suficiente para aliviar el dolor que el otro sentía. Por lo menos estaban satisfechos de saber que la joven Salazar aún seguía con vida.
Diego respiró con fuerza y cerró los ojos evitando que la humedad saliera en forma de lágrimas. Se volvió hacía el centro del camarote sin mirar a ningún punto exacto y al cabo de unos segundos se colocó en las caderas el sable que había dejado colgado en un perchero de la pared. Guzmán no trató de detenerle cuando él salió del puente con largas zancadas. Sabía que iría a ver a Corinna y solo Dios sabía lo que se proponía.

Farah dio un respingo cuando la puerta se abrió con fuerza por segunda vez en esa noche. Estaba acurrucada en un rincón de la habitación y cuando alzó la mirada solo pudo distinguir las largas piernas enfundadas en unas altas botas oscuras. La hoja del sable brilló con la luz de la luna cuando su reflejo la atrapó por unos segundos. Iba a levantarse pero entonces el hombre la enganchó del cabello y la incorporó él mismo haciéndola gritar.
Él dijo algo, empujándola contra la pared.
Ella no podía entenderle.
La cabeza de Farah golpeó contra la madera y sus ojos se abnegaron en lágrimas. No solo por el dolor que el hombre le causó si no porque vio toda su rabia y supo que Corinna le había confesado la verdad sobre la suerte de la española. Gimió.
 Él gritó algo, agarró el cuello de la túnica de la muchacha y le desgarró las prendas arrancándoselas del cuerpo. Sufrió un impacto cuando la vio con un corto corpiño azul brillante, rodeado de flecos plateados, que acariciaban un vientre liso y una espalda delgada. Más abajo de las caderas, nacía una falda de gasa del mismo tono, que dejaba las esbeltas y torneadas piernas a la vista. Llevaba pulseras en ambos brazos y en los tobillos. Una fina cadena de oro rodeaba su cintura con una esmeralda circular cubriendo su ombligo. Una piedra del color de sus ojos verdes.
Aquella mujer tenía una belleza sublime e inigualable. Cualquier hombre habría dado su vida por poseerla y él tenía una excusa para hacerlo. Escuchó lo que creyó que era una súplica mientras ella alzaba las manos para detenerle. La ignoró. Con un manotazo la apartó las manos y luego la cogió de las muñecas llevándolas sobre la cabeza de ella. Se inclinó sobre su cuello y hundió la boca en el hueco queriéndola marcar con los dientes. No lo hizo. Sintió su aroma exótico de algún perfume floral y la cordura se asentó en su cabeza. Él no era como el Sultán. No era un maldito violador. Gruñó.
Farah dejó de luchar cuando notó la respiración profunda del español sobre su cuello. Seguía sujetándola las manos pero ya no le hacía el mismo daño que al principio, sin embargo sintió el calor que él desprendía, la presión del fornido pecho sobre el suyo, la caricia de los negros cabellos rozando su mentón y sus senos.
 ―No me hagas daño – le suplicó con un corto sollozo. Podía escuchar el corazón del hombre latiendo con fuerza contra el suyo. No debía ser fácil saber que su hermana había sido violada. Si a Corinna le hubiera sucedido algo parecido Farah se habría muerto de rabia y aflicción.
Él alzó la mirada hasta la verde de ella y sus ojos recorrieron sus lágrimas. No debía tener consideración con ella – se repitió ― le habían dicho que tenía tantos prejuicios como el padre, sin embargo ella le miraba con miedo y compresión, como si entendiera su pena y ¡maldita sea si deseaba su compasión!
 Con violencia se apoderó de sus labios. Ella los cerró con fuerza pero Diego se abrió paso entre ellos con la lengua imponiéndose en su interior. Temió por un momento que la joven le mordiera, pero no lo hizo. Se quedó quieta dejándole recorrer la cavidad con su lengua, evitando que tocara la suya, esquivándole. Sollozaba en silencio.
Diego dio por finalizado un beso frio y sin sabor y la soltó las manos. Respiró con dificultad, más que nada porque el dulce aroma que ella desprendía lo estaba excitando de verdad. Con un paso atrás y respirando trabajosamente la miró con el más puro desdén. No estaba muy seguro de que ella pudiera ver su mirada solo con la luz de la luna que penetraba por la ventana pero no le importó. Paseó la vista por el estrecho cuartucho y sonrió satisfecho.
   ― Sé que no me entiendes, pero mañana te impondré un castigo y me servirás mientras este en estas tierras.
Farah, sin atreverse a moverse de la pared, le miró con los labios hinchados y temblorosos. Todavía podía sentir la lengua áspera del español en el interior de su boca. No sentía asco, él sabía muy bien pero le había hecho daño. La dañaba con sus furibundos ojos de hielo que la miraban insultantes.
Él se llevó las manos al cinturón de manera amenazante. Con un sollozo, y agitando la cabeza, Farah se dejó caer sobre el frio suelo del cuarto en actitud suplicante. Ella no merecía toda aquella rabia. No había hecho nada. Si hubiera podido entregarle la cabeza de Abu lo hubiera hecho encantada.
Diego salió de allí y posó la espalda en la puerta. A través de la madera podía seguir escuchando el llanto angustioso. Otra vez pensó en su hermana. Le hubiera gustado que alguien pudiera consolarla como él mismo deseaba hacer con la musulmana, no obstante se marchó de allí antes de sucumbir al hechizo que aquellos ojos verdes y ese cabello cobrizo ejercía en él.  En cubierta respiró el aire de la noche tranquilizando sus nervios.
 ―No has podido hacerlo ¿verdad? – la voz de Guzmán le sorprendió tras él pero se resistió a mirarle. Agitó la cabeza negando.
 ― ¡No soy como el maldito Sultán! – Escupió con rabia – pero no tengo que violarla para hacerla sufrir – por fin giró solo la cabeza para observar a su amigo que con rostro serio oteaba el oscuro horizonte. – Quiero que a partir de mañana me sirva. Será mi esclava. Esta noche déjala dormir donde está.
 ―Salazar, si tú no eres capaz aquí hay muchos hombres que no pondrían ningún reparo.
El almirante no contestó. Con toda seguridad si dejaba a la joven en cubierta, probablemente no durara intacta ni dos segundos. De buena gana lo habría hecho, sobre todo si no la hubiese visto, ni olido su perfume. Pero ellos no eran así.
Siempre había tenido la convicción de que las mujeres más bonitas eran las españolas con sus cabellos oscuros y de fuerte pasión. Hubo una vez que conoció a una inglesa que si bien le pareció graciosa, se cansó de su pelo color zanahoria y la multitud de pecas que inundaban sus mejillas, pero esta musulmana… Su piel era como el terciopelo de un color oliváceo, un bronceado dorado y exótico. Sus ojos grandes, rasgados, signo evidente de las personas de aquel país, pero eran sorprendentemente verdes, casi translucidos, como si no fueran reales. Su boca de labios sugestivos y generosos era deliciosa a pesar de lo tensa que había estado bajo los suyos. Casi creyó adivinar que jamás la habían besado. Pero sin duda, el cuerpo de esa mujer… era de ensueño y quitaba el aliento. Alta, espigada, con unas piernas preciosas, una cintura maravillosa, un vientre que invitaba a ser lamido y unos senos que con toda seguridad hubieran estado perfectos para el hueco de sus manos.
Se obligó a pensar en Carmen y entonces se dio cuenta que llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer. Pronto iba a solucionar esa situación. Le dio a Guzmán la orden de soltar el ancla y dirigirse a la ciudad de Esmirna. Aquel lugar quedaba bastante alejado de las dependencias de Abu y en su puerto moraban gente de diferentes nacionalidades. Según Ayoub los mejores garitos y locales de prostitución se encontraban allí. Además debían moverse antes que el Sultán supiera que tenía a su hija en su poder. No se iba a quedar quieto mientras el otro preparaba una ofensiva. Al contrario, haría que el destructor azul se moviera continuamente a lo largo de la costa, de este a oeste. El intercambio se celebraría en tierra firme, un lugar que Diego elegiría y donde no pudieran tenderle una trampa.
Maldiciendo su mala fortuna se encerró con Guzmán en la recamara y bebieron hasta las primeras luces del alba.


lunes, 2 de noviembre de 2015

No importa. Capítulo 2

No importa
Que piensen. Que hablen. Que digan.

Capítulo 2

Capítulo 2
 ― ¡Farah! ¡No has debido hacer eso! En cuanto Abu se enteré mandará a llamarte. Volverá a castigarte de nuevo. ¿Acaso no recuerdas que la última vez por poco te mata?
Farah, una bella joven, con un rostro de rasgos finos y delicados y una larguísima melena que acababa en pico sobre su cintura, se volvió a Raissa encogiéndose de hombros. Delineaba sus ojos verdes con un polvo negro muy fino llamado khol, que usaba tanto para embellecer sus ojos como para protegerse del sol.
 ―No le tengo miedo. – masculló.
 ―Tú no, pero ¿no te das cuenta de que me matas a mí con tú actitud? – dijo Raissa con una mirada apenada. No gritaba a pesar de su enfado. Su voz era tranquila como un mar en calma – Ese hombre busca que hagas lo más mínimo para castigarte.
 ― ¡Tú lo has dicho madre! Da lo mismo lo que haga porque siempre vendrá por mí – respondió, enojada. – Abu ha mancillado a la extranjera y no es más que una niña. Yo solo he tratado de curar sus heridas y he sido amable.
 ― ¿Debo recordarte que tienes prohibida la entrada en las celdas?
 ―Tengo prohibido todo y estoy cansada. Soy tan hija de él como Corinna y sin embargo a ella le da todo.
Raissa frunció el ceño mientras acechaba desde el hueco de la puerta que nadie se acercase a los dormitorios. No deseaba que vieran a su rebelde hija hablando mal del Sultán al Rashed.
 ―Corinna es la hija de su esposa. Tú solo lo eres de una esclava. Farah, escúchame bien, no puedes quejarte, podría haber sido mucho peor contigo y no lo es.
 ― ¿y por qué lo soportamos? ¿Por qué no intentamos huir?
Farah sabía que era inútil intentar convencer a su madre. Raissa temía Abu con toda su alma y jamás se atrevería hacer nada para enojarlo, pero no había día que ella no intentara convencerla.
 ― ¡te dije que no volvieras a mencionarlo Farah! Si quieres marcharte…
 ―contigo.
 ― ¡no! – Raissa agitó la cabeza, nerviosa – Yo no puedo marcharme Farah, pero tú si puedes. No hay nada que te ate aquí.
 ―Nada, solo tú y no pienso abandonarte. – Farah caminó hasta Raissa y la tomó las manos. – madre, podemos sacar a la extranjera de aquí. No aguantará mucho tiempo más.
 ―Abu ha dicho que va a venderla. Quizá encuentre un hombre bueno.
 ― ¡Ja! – Se mofó Farah agitando el pañuelo de seda que colgaba de sus hombros – la venderán para el uso de las tropas y lo sabes. De no ser yo la hija de él habría corrido la misma suerte. Puede que algún día lo haga, siempre está amenazándome con lo mismo.
 ―No lo hará Farah. Tú padre te necesita como moneda de cambio.
 ―Que viene a ser prácticamente lo mismo. En vez de entrar en guerra me entregará alguno de sus enemigos para hacer una alianza. ¡Pues qué bien! Realmente tengo un futuro muy prometedor aquí – contestó con sarcasmo.
El ceño de Raissa se tornó más profundo.
 ― ¿Por qué siempre te tienes que revelar? Si demostraras que puedes ser sumisa…
 ―Y hacerme la ciega y no ver todas las crueldades de las que es capaz. No gracias. – se apartó de su madre y caminó hacía uno de los arcos. Desde allí observó la estrecha calle trasera por la que más de una vez escapaba del palacio. Dos guardias paseaban de un lado a otro de la calle en silencio. ― ¿Qué harás cuando yo no esté, madre?
Raissa lloriqueó.
 ―No me digas eso Farah. Si te casas tú padre dejará que me vaya contigo.
Farah se volvió a mirarla con desconfianza.
 ― ¿y si no es así? ¿Y si no te permite salir de aquí?
 ― ¿Quieres huir? Si de verdad quieres marcharte yo te ayudaré a salir de aquí.
―Sabes que no me marcharé sin ti – volvió de nuevo sus ojos a la calle, se apoyó en el quicio de la ventana y respiró el aire cálido de la tarde. Las nubes cubrían el cielo ocultando parcialmente el sol. No se dio cuenta que su madre abandonaba la estancia dejándola sola.
Farah estaba acostumbrada a tener esa conversación con ella una y otra vez, sin embargo no entendía por qué su madre se mostraba tan reacia a salir de allí. Raissa era inglesa y hacía veinte años había sido secuestrada. Abu la había comprado en el mercado de esclavos y como a otras tantas, la había violado. Si tan siquiera Raissa hubiese formado parte de su harén Farah no tendría por qué quejarse. Las mujeres de Abu y los descendientes eran muy bien tratados, pero no había sido así. Raissa no había dejado de ser su esclava por su condición de extranjera.
Farah era mejor tratada que su madre, sobre todo por los habitantes de palacio que aunque la vieran como una bastarda, reconocían que la sangre de Abu corría por sus venas. Para ellos era una hija más y al tiempo, la sirvienta de Corinna, su hermana pequeña. Sin embargo su padre parecía odiarla. Siempre estaba reprochándola el asqueroso color de su cabello cobrizo, su carácter rebelde y su decisión a llevarle la contraria. Por cualquier cosa la castigaba, por eso ella intentaba evitarle en todo lo posible.
 ― ¡¿has sido tú, Farah?!
La muchacha se volvió al escuchar la estridente voz de Corinna, se encogió de hombros:
 ― ¿Qué se supone que he hecho ahora?
 ― has entrado en las celdas.
Perpleja, caminó hasta su hermana.
 ― ¿tan pronto se han enterado?
―No lo saben todos.  ―  Dijo Corinna con la respiración acelerada.  ―   Me lo ha dicho tía Sherezzade. ¡Te has vuelto loca! ¡Padre te matará!
 ―me daba mucha pena esa muchacha, Corinna. Si la hubieses visto, tiene más o menos tu edad. La pobre estaba…
 ― ¡pero es extranjera y no deberías intervenir!
Irritada por sentirse una incomprendida, se cruzó de brazos.
 ― ¿Se lo dirá tu tía a padre?
Corinna cerró la puerta deprisa. Se había quitado el velo del cabello y también lo llevaba sobre sus hombros, mostrando una magnifica y lustrosa melena negra.
 ―depende.
Farah miró con atención a su hermana. Corinna era una muchachita muy linda de piel morena y unos enormes ojos tan negros como el tizón. Llevaba oro y piedras preciosas en las orejas, las muñecas, el cuello, la cintura y los tobillos, a veces también en el cabello aunque no pudiese lucirlo en público. A penas la faltaban unos meses para cumplir los dieciséis años y su gran sueño era casarse y salir bajo las ordenes de su padre, el Sultán Abu al Rashed.
 ― ¿Depende de qué? ¿Qué es lo qué quieres? – preguntó Farah. Conocía a su media hermana más que de sobra e intuía un chantaje por su silencio. Desde bien pequeña Corinna solía hacerla eso. Farah era más lista y solía comprarla con joyas, a Corinna le encantaba el oro y Farah poseía mucho, pues si bien su padre decía no quererla, cada vez que regalaba una joya a una, se lo regalaba a la otra también.
 ―Solo un pequeño favor Farah – Corinna bajo la voz hasta convertirla en un susurro – Hay un muchacho…
 ― ¡oh, por favor! ¡No me metas en esos líos Corinna! – exclamó, llevándose las manos a la cabeza.
 ―Te prometo que no es nada malo, solo escúchame Farah. Si lo haces yo convenceré a la tía Sherezzade de que no diga nada.
A Farah no le interesaba su oferta. Inspirando profundamente, cerró los ojos y luego los abrió lentamente.
 ― Qué más da. Finalmente padre se enterará de que fui yo.
― ¿Y si te ayudo a sacar a la extranjera de aquí?
 ―No lo harías – respondió Farah sin creerla. – odias a los extranjeros tanto como padre.
 ― ¡No odio a tu madre! – se defendió Corinna.
Farah sabía que aquello no era cierto. A Corinna nunca le había gustado Raissa al igual que la madre de Corinna quien había envidiado a la inglesa desde el mismo momento de conocerla, incluso cuando se casó con Abu pidió por favor que se deshiciera de Raissa y la vendiera. Abu se negó porque Raissa debía cuidar de Farah que para aquel entonces ya había nacido.
Con un gemido de tristeza, se obligó a escuchar a su hermana.
 ―Cuéntame Corinna – pidió, sentándose en el borde de la amplia cama de cobertores brillantes. Poseía una habitación grande cubierta por una espesa alfombra persa de tonos granates y castaños.
Corinna meditó unos segundos, mordisqueándose el labio inferior pensativamente. Se acercó hasta Farah:
 ―Se llama Caleb de la casa de Narcise. He oído que va a pedir la mano de Nora, pero yo quiero que pida la mía.
 ― ¿De Nora, tu amiga?
  ―  Solo medio amiga. No es más que una envidiosa. Hace tiempo le presté un collar que aún estoy esperando que me devuelva. Dice que lo ha perdido pero no la creo.
  ― Te he dicho muchas veces que no dejes las cosas que aprecias. – la regañó. Se centró en el tal Caleb  ―  ¿Por qué quieres que ese muchacho se case contigo?
 ― ¡No es un muchacho! ¡No puedo creer que no sepas quién es! Debes prestar más atención en las audiencias de padre – Corinna se echó a reír.  ―   es uno de los hombres más guapo que he visto nunca. El problema es que él todavía no me conoce.
Farah frunció el ceño.
 ― ¿no os conocéis?
 ―Yo a él sí, lo he visto muchas veces, pero él a mí no. Yo soy mucho más guapa que Nora y más rica también. Solo falta conocernos y… lo haremos esta noche.
Asombrada, Farah sacudió la cabeza, ahuyentando las inquietantes preguntas que le vinieron a la mente, y miró largamente a su hermana.
 ― ¿Qué has hecho Corinna?
 ―Le he citado en la ruinas del antiguo poblado esta noche.
Farah se frotó los ojos con las palmas de las manos.
― No puedo creerlo. ¡No puedes hacer eso Corinna!
  ― Ya lo he hecho y si no acudo él pensará que soy una mentirosa y que solo quería jugar con él. Por favor, por favor, Farah. Tú eres la única que puedes ayudarme.
  ―  No puedo hacerlo. Si padre se entera que te ayudé a salir de palacio es capaz de matarme de verdad.  
Corinna rió, conmocionada.
― No quiero que hagas eso, deseo que me acompañes. Tú sabes desenvolverte mejor que yo y solo tendrías que decir a la guardia que yo soy tu sierva. Ya lo has hecho otras veces, además ¿Quién me va a cuidar mejor que tú?
 ― No estarás insinuando que me haga pasar por ti ¿verdad?
―Sí, pero solo ante sus hombres. Cuando estemos frente a Caleb le diremos quién es quién. Por favor Farah, no puedes negarte.
Farah agarró con firmeza la colcha y miró boquiabierta hacia el arco de la ventana. Todavía faltaban horas para que anocheciese. Volvió a mirar a su hermana.
  ― No me pidas eso Corinna. ¡Padre no nos deja salir solas durante el día, menos si es de noche!
 ―él no se va a enterar. Si todo sale bien, te prometo que te ayudo con la extranjera. Es más, podrías irte con ella. Yo sé cuánto deseas marcharte de aquí.
Farah negó con la cabeza.
 ―Nunca me iría sin mi madre. Además ya sabes que te echaría mucho de menos.
Corinna le abrazó con fuerza. Se apartó y la miró directamente a los ojos.
 ―padre a mí me casará con un hombre de bien, si tengo suerte con Caleb, en cuanto a ti, Farah, él no accederá a tus deseos y a mí no me gustaría verte sufrir. Te quiero mucho.
Corinna sabía tocarla la fibra sensible. Era una joven muy inteligente y la mayoría de las veces sabía cómo conseguir todo de los demás. Lo malo es que Farah también la quería mucho. Era su hermana pequeña y si Corinna era avariciosa y manipuladora mucha culpa era de ella por consentirla todo desde el mismo momento en que nació.
 ―La tía Sherezzade y mi madre convencerán a Raissa para que se marche contigo. – prometió Corinna.
 Farah sabía que su hermana hubiera sido capaz de prometer cualquier cosa con tal de que le ayudara, pero pensar que su madre y ella podían salir del país… Sintió una repentina emoción en el cuerpo. Después de todo, su hermana nunca la traicionaría. ¿Verdad?
 ― ¿lo harías Corinna?
―te lo prometo Farah, pero ayúdame con Caleb –  suplicó. – ese hombre me gusta mucho.
Farah se apiadó de Corinna, la pobre no podía ir nunca a ningún sitio sin la mirada crítica de su tía. De todas las muchachas de su edad, ella era la única que aún no tenía ningún pretendiente solo porque no había tenido ocasión de conocer directamente a muchos hombres. Abu las tenía prohibido hablar con el sexo opuesto a excepción de los sirvientes de la casa, la guardia o los eunucos del harén.
 ―Supongo que tu tía no sabe nada de esto – dijo Farah pensando que si Sherezzade se enteraba de aquellos planes, era seguro que le echaría la culpa a ella y diría que habría arrastrado a Corinna a la fuerza.
 ―no sabe nada.
 ―De acuerdo Corinna. Te acompañaré, pero recuerda lo que has prometido.
                   *************
Más tarde, después de bailar para las esposas de Abu, Farah y Corinna vistieron modestas túnicas oscuras y se cubrieron con el burka, un velo que ocultaba el pelo, rostro y cuello.
Desde las cocinas, salieron al patio. Ambas se habían retirado disimuladamente y solo cuando supieron que Sherezzade se marchaba al harén, el lugar donde dormía vigilando a las mujeres,  fue que las hermanas se atrevieron a salir.
Corinna, aferrada a la mano de su hermana que iba por delante, se aplastó contra la pared cuando Farah le advirtió de la guardia. Se fundieron con las negras sombras conteniendo la respiración. Vigilando con ojos espantados a los dos hombres, que iban inmersos en una charla, esperaron a que doblasen la esquina para salir corriendo hacía el portón. Allí abrieron la pequeña puerta interior y mientras Corinna corría hasta un bajo soportal, Farah volvía acerrar la madera con suavidad.
En silencio, recorrieron las estrechas callejuelas con prisa. A penas había gente por las calles y cuando se cruzaban con alguien, bajaban las miradas para no ser reconocidas. Una solitaria figura negra habría llamado la atención mucho más que ellas dos, además caminaban con agilidad y largas zancadas simulando llegar tarde a algún sitio.
Farah había salido más de una vez haciendo lo mismo. Para Corinna aquella era toda una aventura y estaba totalmente excitada. Nunca había salido de casa sola, y aunque esta vez fuera con Farah, sabía que su hermana no era tan estricta como su tía. También estaba emocionada porque Caleb pensaría de ella que era una mujer osada, no una sosa parada como era Nora. Los hombres no solían decirlo, pero a todos les gustaba que sus esposas tuvieran al menos un poquito de carácter, de lo contrario la vida se tornaba muy aburrida. La madre de Corinna era aburrida al igual que las demás mujeres del harén, por eso Abu no había echado a Raissa de allí. Según había oído Corinna, a su padre le gustaba discutir con la mujer y sus relaciones sexuales eran muy apasionadas.
Llegaron a una calle de escaleras muy empinadas y ambas se levantaron un poco la túnica para subir. Una vez que llegaran arriba del todo solo debían seguir un corto camino lleno de corrales hasta las ruinas. Farah no lo sabía pero Corinna tenía la seguridad de que Caleb al menos estaría acompañado por cinco hombres. Nora le había dicho que siempre iba con sus guardaespaldas a todos los lados.
Cuando llegaron arriba de las escaleras, Farah tomó la mano de Corinna con fuerza al ver el grupo de hombres, que muy cerca de allí, parecían discutir.
 ―Hay mucha gente Corinna, deberíamos volver atrás.
La vereda se iluminaba por dos antorchas colocadas en unos altos maderos.
―Son los hombres de Caleb – dijo Corinna, instándola a seguir.
Farah miró al grupo. Un par de sujetos hacían ademanes con las manos como si indicaran algún camino.
En cuanto las jóvenes se acercaron más, Farah se detuvo, asustada. No sabía quién era ese Caleb, pero excepto uno de los tipos que vestía una larga túnica rallada, los otros parecían extranjeros.
 Corinna también se paró en seco.
 ― Oh, oh.
 ― ¿Qué quiere decir eso Corinna? – preguntó Farah reculando un paso. Los hombres las vieron.
 ―Que no parecen esos Farah.
 ― ¡esperar! – dijo el de la túnica  que se acercó hasta ellas. Era delgado y tenía el cabello negro, ensortijado.
Farah tomó a Corinna y le puso tras ella. Con la barbilla en alto miró al hombre que era tan solo unos centímetros más alto.
 ― ¿Eres Corinna al Rashed? – preguntó el sujeto en perfecto árabe.
Farah tembló.
 ―Sí, soy yo.  Quiero ver a Caleb.
El hombre se volvió al resto de compañeros y les hizo una señal. Estos se acercaron en cuestión de segundos. 
 ― ¿ustedes están con Caleb de la casa Narcise?  ― preguntó ella, deseando que dijera que sí. Tenían que estar con él, de otro modo… ¿Cómo sabían ellos quienes eran?
Definitivamente los hombres eran extranjeros. Incluso en las sombras sus ropas eran inconfundibles. Uno de ellos, de una altura asombrosa, caminó hasta ella y de un solo movimiento le retiró la capucha de la túnica de la cabeza. Su desilusión fue evidente al verla con el velo que cubría sus cabellos  y la mitad de su rostro, pero no hizo intento de quitárselo.
 Él dijo algo en un idioma que ella no entendió. Se parecía mucho al dialecto de la española encerrada en la celda de palacio.
Ambas hermanas se quedaron en silencio, mirándolos, mientras el único musulmán y él hombre alto intercambiaban varias palabras.
 De pronto el extranjero se volvió a Farah y una de sus manos le rodeó el cuello con tanta fuerza que ella sintió que se le iba a partir de un momento a otro. Corinna, detrás de ella, gritó reculando.
 ― ¡Márchate! – logró decir Farah, asustada. El hombre apretó más su garganta y ella pensó que iba a morir. No podía respirar. Le agarró la mano con las dos suyas y clavó sus ojos en los oscuros pozos envueltos en sombras. Le llegó hasta la nariz el aroma limpio que emanaba de la piel del hombre, como jabón perfumado. Tras de sí escuchó gritar a Corinna y sintió un repentino miedo porque la hirieran. – No le hagan daño por favor – imploró con voz ahogada. Apenas podía hablar por la presión de su garganta.
 Él inclinó la cabeza hacía la suya y le susurró algo junto a la mejilla, con los dientes apretados, causándola dolor. Farah no le entendió, solo notaba la furia que su tono dejaba entrever, el ardiente aliento golpeando su cara y el roce de los dientes que a la luz de las antorchas se veían peligrosos.
 Farah creyó que se iba a desmayar. El oxígeno no entraba en su garganta y la sangre se agolpaba en sus labios. Por suerte el individuo aflojó los dedos y ella se apresuró a coger aliento.
 ― ¡No hemos hecho nada! – lloró, buscando la hueca mirada del hombre. – ¡se están confundiendo con nosotras!
 Él la miró con desprecio lanzándola contra el suelo. Farah cayó sobre su trasero. En seguida se le unió Corinna, que se aferró a ella entre sollozos.
El tipo bramó, mirando al musulmán. Este se puso de cuclillas ante las jóvenes.
  ― ¿En verdad eres Corinna hija de Abu al Rashed?
Farah abrazó con más fuerza a su hermana y asintió.
  ― ¿Quién es la muchacha que te acompaña? – volvió a preguntar el joven.
 ―Es… mi sierva, Celine – mintió. Si esos hombres buscaban a la hija de Abu, que al menos creyeran que tenían a una, no a las dos.
 El musulmán se puso en pie otra vez y volvió hablar con el extranjero. Debía ser el jefe.
Un pequeño revuelo de la parte baja de la escalera hizo que todos los hombres dirigiesen sus miradas hacía allí. Farah deseó con todo su corazón que en palacio se hubiesen dado cuenta de su salida y fueran la guardia de su padre quienes las estaban buscando. Los hombres debieron de pensar lo mismo porque las cubrieron las cabezas con unos sacos ásperos de esparto y las cargaron sobre los hombros.
Ambas comenzaron a chillar con todas sus fuerzas.
Farah sintió que la volvían a lanzar al suelo, la arrancaban el saco de la cabeza y lo último que notó fue un puño de hierro sobre su mandíbula antes de perder la consciencia.

jueves, 29 de octubre de 2015

No importa (novela romántica histórica por capítulos)



*Acabo de rescatar esta novela de entre mis notas y deseo regalarla a quién le guste la aventura, el romanticismo y sobre todo leer. Espero que disfrutéis y si es posible podéis decirme que os parece, si os gusta, si no, bueno, que yo sepa que alguien la lee. jejeje. 






No importa
Que piensen. Que hablen. Que digan.

Cap. 1
El hombre moreno, erguido como una estatua y con la mirada clavada al frente, acarició con sus fríos ojos azules la sinuosa costa otomana. Una suave brisa jugaba entre los negros mechones que se rizaban en su nuca y se revolvían en la frente, desordenados.
Diego hubiese creído que la línea que separaba el mar de tierra firme era un espejismo de tan borrosa como se veía, si no hubiera oído, desde lo alto del palo mayor, como el vigía gritaba “Tierra a la vista”
Estelas de nubes blancas sobrevolaban el cielo marcando la dirección del viento.  El tiempo era bueno y las corrientes marítimas ayudaban a que la nave se deslizara con mucha ligereza. No iban a tardar mucho en arribar.
El destructor azul era un galeón español de dos cubiertas y castillo con portas para setenta cañones. En aquel momento solo llevaban veinte en total. Era uno de los mejores navíos de la flota española, hermano de la nave San José, dirigida por José Fernández de Santillán, en ese momento con rumbo hacía Portobelo. Estaba previsto que desde la Habana la escuadra francesa de Ducasse les escoltaría. La Flota española iba compuesta por once mercantes, algunos artillados.
Si Diego no hubiera tenido que hacer esta repentina misión, se habría unido a las filas de José con el destructor al frente. En cambio iba con uno de los mejores galeones y eso no hacía que se sintiera orgulloso de haber emprendido el viaje. Deseaba de una vez por todas llegar a tierra firme y concluir su asunto lo más pronto posible para verse de nuevo en España, y si no era demasiado tarde, viajar directamente a Cartagena de indias.
Para el hijo de un noble español, cuyas potestades abarcaban valles y esplendorosas montañas, una aventura de esa índole, no podía llevarle más que  a una muerte segura.
Observando el horizonte no pudo evitar recordar  su furia, aquella  a la que sucumbió cuatro meses antes. La misma que se apoderó de él cuando su hermana pequeña Ana Lisa fue secuestrada por una partida de otomanos.
Todavía era incapaz de creer que después de haberse pasado toda la vida defendiendo su patria, luchando hombro con hombro con sus paisanos, estos se hubiesen negado acompañarle a rescatar a Ana Lisa. Ciertamente el general de la Cruz había tratado de ser sutil, aunque Diego no lo vio hasta días después. De hecho, aún le costaba hacerse a la idea.
Volvió a contemplarse de nuevo en la sala de la asamblea en Cádiz donde varios altos cargos estaban reunidos.
 ― El consejo ha meditado sus palabras, Almirante Salazar. Si bien nos apena enormemente lo ocurrido, lamentablemente y como usted entenderá, en este momento no podemos aceptar su petición. Es inviable mandar abiertamente a nuestras tropas a un futuro incierto, máximo cuando no existen pruebas detalladas de lo expuesto.
Diego había dejado fluir su ira echando un paso adelante frente al consejo. Con los dientes apretados hasta el dolor, sus ojos recorrieron, acerados, a todos y cada uno de los hombres que conformaban aquella reunión.
 ― ¡mi hermana ha sido secuestrada por un navío turco! Ustedes saben que será vendida en aquellas tierras dejadas de la mano de Dios y ¿me dicen que no piensan hacer nada? ¡Podría ser su esposa teniente Almeda! – le dijo a un tipo bajito y regordete que esquivó su mirada con el rostro rojo, incomodo ― ¡o su hermana Guzmán! –Diego, en ese momento no pensaba con racionalidad y fue bastante cruel al dirigirse a él. Guzmán no solo era uno de sus hombres si no un buen amigo. ― ¡su hija general! ¡Podría ser cualquiera! – Apuntó con su largo dedo moreno al resto de los hombres ― ¿deberán sentirse inseguras nuestras mujeres?
Para el general de La Cruz, toda aquella situación no era nada fácil. Compadecía a Diego y a su familia a quienes conocía desde siempre, entendía por todo lo que estaban pasando y los apoyaba, pero él no era más que un peón a las cortes españolas.
 ―Cálmese Almirante.
 Lejos de tranquilizarse, embargado por la impotencia, Diego se enfureció más. Su cuerpo alto y fibroso se había tensado peligrosamente imitando al de una pantera antes de lazarse por su presa. Sus ojos azules del tono del mar infinito eran tan amenazadores, tan espeluznantemente fríos, que varios hombres dieron un paso atrás.
Guzmán nunca le había visto así. Incluso el rostro que, normalmente era apuesto, se había convertido en una salvaje máscara de granito, dura y rabiosa en sus facciones morenas.
 ― ¿Qué me calme? – Diego rió con cinismo al borde de la locura ― ¡¿Cómo diablos se hace eso general?!
 ― ¡déjeme continuar! – Insistió de la Cruz soportando su comportamiento – Es usted uno de nuestros mejores hombres y lo sabe almirante. Hemos estado esperando más de siete años a que puedan zarpar la flota de Galeones. Sabe que hemos puesto la fecha y será el diez de Marzo. No podemos demorarnos en esta misión, sin embargo nadie le dice que usted esté obligado a ir a Portobelo, puede ir a rescatar a su hermana por su propia cuenta – el hombre mayor, peinando canas, ignoró el gesto incrédulo del más joven – La corona española le otorgará el navío, el destructor azul, que no podrá navegar bajo nuestra bandera. No creo que le suponga ningún problema reunir una tripulación en condiciones. También se le entregará oro para llevar este cometido con absoluta discreción. En caso de ser descubiertos se desmentiría cualquier relación con nuestro país y embajada.
Diego preguntó, sorprendido:
  ― ¿me está proponiendo que me convierta en pirata?
 ―Ni se lo digo, ni se lo ordeno – habló de la Cruz con voz inflexible – A mi entender es un plan descabellado, hasta suicida me atrevería a decir. Tómelo como una sugerencia, o eso, o se olvida del tema y acompaña a la flota escoltando la ruta de Cartagena de indias por lo que se ha estado preparando todos estos años.
 ― ¿De modo que esa es la única salida que me dan?
 ―Estoy siendo todo lo comprensivo que puedo ser.
 ― ¿Qué haría usted en mi lugar?
El general se llevó las manos a la espalda entrelazando los dedos.
 ―No estoy en su lugar, almirante. Dios no lo permita.
Diego supo que no tenía más opciones. Si quería salvar a Ana Lisa de los turcos debía hacerlo él mismo.
 ― ¿Cuál es el precio a pagar por tan magnifica ayuda? – se atrevió a preguntar con acidez.
 ―Con que traiga el galeón de nuevo y pueda unirse a la flota a su regreso es más que suficiente.
 ― ¿y si no vuelvo?
El general de la Cruz se encogió de hombros. Sabía que era una posibilidad pero no dejó traslucir su pena por el joven Salazar.
 ―Lo lamentaré mucho por sus padres.
El teniente Almeda se cuadró y dio un paso al frente.
 ―Solicito unirme a la tripulación.
El resto del consejo comenzó a murmullar.
Diego miró al hombre y por primera vez, en sus ojos se dibujó un atisbo de gratitud.
 ― Inaceptable. Usted tiene esposa e hijo y no quiero cargar con ello bajo mi conciencia.
 ―Pero señor… ― comenzó a ofenderse el teniente.
Guzmán le interrumpió.
 ―El almirante lleva razón Almeda, en cambio yo no tengo esposa y me ofrezco voluntario.
Diego había contado con él y cuando salió de allí no tenía tripulación completa, pero si un pequeño escuadrón de hombres profesionales y cualificados. Lo demás lo planificaron sobre la marcha. Guzmán se ofreció para contratar a un buen número de mercenarios. Con oro todo se podía conseguir con rapidez.
Otra cosa muy distinta había sido tranquilizar a sus progenitores. Ninguno se resignaba haber perdido a Ana Lisa. Alegre, mimada y consentida había hecho inmensamente feliz a la familia desde que llegara al mundo. Cuando ella había desaparecido todos se habían vuelto completamente locos. Lucrecia, su madre, enfermó entrando en una profunda depresión al pensar en todo lo que estarían haciéndole a su pequeña. No era para menos dada la crueldad de la que hacían gala los turcos.
Don Alberto Salazar intentaba demostrar una fortaleza que no sentía. Diego podía verlo cuando se quedaba junto a él en la amplia biblioteca de la hacienda. Los ojos azules idénticos a los suyos carecían de vida, perdidos en las inmensas lejanías de un océano muerto, desbastado por la tristeza.
 ―Sé que debes hacerlo Diego – había dicho don Alberto un dia después que Lucrecia se retirara a llorar a su alcoba – No sabes lo duro que sería perderte a ti también.
―Lograré traerla de vuelta padre, aunque para ello haga cosas de las que no me sienta orgulloso – prometió aun sin terminar de creerse que comenzaría aquella expedición bajo bandera negra. Ambos comprendían que de viajar con bandera española el país podía sufrir un conflicto entre naciones, y dado la situación política vivida hasta el momento, no tendrían muchas posibilidades de salir victoriosos frente a los turcos.
No era muy frecuente que estos llegaran a las costas de Cádiz en busca de esclavos, pero tampoco era extraño. Esos últimos años se habían escuchado varios casos. Muchos de ellos sin darles importancia ya que se trataban de gente humilde, no de ninguna dama con la categoría de Ana Lisa Salazar.
Don Alberto, aunque no se lo comentase abiertamente a Diego, se encontraba muy  herido por no haber recibido el total apoyo de la corona.
 ― Yo sí estaré orgulloso de ti si con ello me regresas a tu hermana.
 ― Así será. No me daré por vencido.
 ―Pero dame tu palabra que no harás ninguna tontería. No expondrás tu vida en un acto de venganza por muy justificada que sea.
Diego miró a su padre a los ojos. Ardía en deseos de decirle que no le obligase a cumplir ese juramento. En vez de eso le dijo:
 ―No soy ningún loco impulsivo padre. Me conoces de sobra como para pedirme algo así.
 ―Por eso te lo digo.
Diego había salido de su presencia antes de prometerle nada. No podía hacerlo.
Lo verdaderamente difícil para Diego habia sido despedirse de Carmen Campos de Mendoza. A pesar de verla varias veces después de saber que embarcaría, egoístamente no había querido decirla nada. La conocía de un modo íntimo y sabía que ella intentaría detenerle por todos los medios. Sin duda Carmen deseaba que se uniera a las filas de José, lo que le habría dado un enorme prestigio y seguramente uno de los mejores títulos aristocráticos del país.
Carmen era una dama española hija del noble don Jaime Campos y Luján. Era prácticamente un hecho que Diego y ella acabarían casados, aunque por el momento él no había pedido su mano formalmente. Pensaba hacerlo después de regresar de Cartagena, ahora sin embargo lo haría cuando por fin rescatara a su hermana de los invasores, si es que regresaba con vida.
Una mañana que Diego se encontraba en el destructor observando como sus hombres cargaban barriles y cajones de alimentos, fue que Carmen lo visitó en busca de explicaciones al enterarse de la noticia. Él vestía una camisa blanca, abultada, abierta sobre el pecho y un pantalón fino que le permitía moverse con facilidad. Yendo de un lado a otro igual que un felino, se trasladaba del castillo a cubierta y de esta al puente,  sin dejar de dar indicaciones.
 ― ¡Llevar esa polea a la bodega! – gritaba. – ¡revisar los aparejos! ¡Alguien, que quite ese cubo de ahí!
 Escuchó el fuerte revuelo que se produjo en el muelle y supo, por los penetrantes silbidos, que una mujer acababa de llegar. Por un extraño motivo su sexto sentido le advirtió que se trataba de Carmen. Lo había estado esperando tanto como lo había temido.
Se pasó la mano por la mejilla arrastrado los negros cabellos hacía atrás. Ella ya se había enterado de que se marchaba y eso no era bueno. No en ese preciso momento. Diego esperaba no tener que discutir y mucho menos delante de su tripulación.
Carmen era de carácter fuerte y apasionado. No era ninguna tonta como para provocarle en público sabiendo que él era capaz de ridiculizarla delante de tanta gente. Le conocían por su fiero orgullo. Con una sola mirada de sus profundos ojos oceánicos era capaz de intimidar sin necesidad de palabras o cualquier gesto. Era difícil manejarle si él no se dejaba, y en cuanto a terquedad se llevaba la palma. Estaba acostumbrado a hacer lo que quería y cuando quería, lo que en más de una ocasión le sirvió para dormir en los calabozos cuando se revelaba contras las órdenes del general de la Cruz. Sus hombres le admiraban aunque no le envidiaban por ello. Los castigos que Diego había sufrido no hubieran sido soportables por otros.
 ―Almirante acaba de llegar tu señorita – le avisó Guzmán que iba tras un marinero indicándole donde dejar varios baúles. Guzmán, tal vez era el único que podía bromear con él sobre ese tipo de cosas. Pero por la mirada que le hecho Diego supo que no era el mejor momento para ello, y omitió seguir importunándolo más. No por eso ocultó la amplia sonrisa que llevaba en su boca ancha al pensar, en cómo Diego, iba a encarar a la furiosa dama que esperaba en el inicio de la pasarela. Por el rabillo del ojo observó a su almirante dirigirse hacia allí como si estuviera caminando al mismo cadalso.
La mañana era cálida y el sol lucía esplendoroso en un cielo azul totalmente despejado. Las gaviotas revoloteaban sobre los altos mástiles al olor de los pesqueros amarrados en el muelle.
Diego observó a Carmen desde lo alto de la embarcación. Ella se movía incomoda dentro de su vestido de brocado granate de abultadas faldas. Llevaba una peineta de nácar con  mantilla de encaje cubriendo su oscura cabellera, y con una mano a modo de visera le buscaba. Le hizo una señal con la palma abierta al descubrirle.
Diego se tomó con calma el descender de la pasarela. Notaba la impaciencia de Carmen, que le esperaba con las manos en las caderas, con evidente mal humor.  No le complacía en absoluto su actitud.
 ― ¿pensabas decírmelo o te ha parecido más correcto que me enterase por otros? – le increpó ella nada más llegar a su lado. Su voz, más bien áspera y ronca, sonaba bastante fría en sus oídos.
Con una sonrisa superficial y una corta reverencia la saludó.
 ―Buenos días Carmen ¿Qué haces en puerto? No me gustas que vengas sola.
 ―Ahora no estoy sola.
 Diego la cogió del brazo y con firmeza la guió por el suelo de madera en dirección al carruaje de ella, estacionado en la avenida principal.
 ― Estoy muy ocupado Carmen. ¿Qué te parece si lo discutimos en otro momento?
 ― ¿no pensabas decírmelo? ¿Te estás preparando para embarcar y sin embargo a mí no pensabas decirme ni una palabra?
 ― No tenía intención de marcharme sin despedirme de ti – respondió tranquilamente, ignorando todas las miradas que estaban sobre ellos.
 ― ¿y cuando pensabas hacerlo? – le recriminó todavía furiosa.
― En el momento adecuado que obviamente no es este. No parto hasta la semana que viene y no he visto la necesidad de decírtelo antes.
 ― ¡todo el mundo lo sabe! Se me ha quedado cara de tonta cuando mis amigas lo han comentado esta mañana. Por supuesto las he dicho que se confundían. Tú vas a embarcarte con la flota del conde Casa Alegre.
Diego soltó un ruidoso suspiro.
 ―No Carmen, no voy a ir con José.
 ―Entonces no te embarques – pidió ella viéndole abrir la puerta del vehículo.
Diego soltó una maldición impaciente.
 ― ¡Es mi hermana y debo ir! Igualmente iría si te hubiese ocurrido a ti. Lo lamento si no es de tu agrado pero he tomado mi decisión.
 ― ¿Cómo puedes hacer eso Diego? ¿Qué sucede con todos nuestro planes? ¿Y si te ocurre algo?
Diego hizo un esfuerzo por contenerse. No quería faltarle, si bien era en verdad lo que se estaba buscando. Cuando Carmen hablaba sin pensar, la mayoría de las veces despotricando a sus amigas, él simulaba prestarla atención aunque no fuese así. Pero ahora se trataba de Ana Lisa…  Se armó de paciencia.
 ― ¿No puedes entender que no tengo opción? Estoy decidido a traer a mi hermana a como dé lugar. ¿Crees que ahora soy capaz de pensar en el futuro? Solo Dios sabe lo que sucederá.
 ― ¿Dónde estaba ella para que la secuestrasen? Ana Lisa no ha hecho más que buscarte problemas desde…
Diego se enfureció. No le iba a permitir una palabra mal de su hermana.
 ― ¡suficiente! No importa lo que ella hiciera o donde estuviera. Es mi hermana Carmen. ¿Qué sucede contigo?
Tras pensarlo unos segundos, Carmen bajó la mirada, culpable con su comportamiento.
― Tienes razón querido. Perdóname, es solo que te amo demasiado y de repente he sentido temor a no volver a verte más.
Diego no dudaba de su amor. Él también sentía un gran afecto por ella, pero eso no significaba que no debiese cumplir primero con sus prioridades. Quizá era más egoísta que Carmen. Aquellos días se había acostado con ella sin querer advertirla que en breve tomaría un rumbo muy distinto al que esperaba.
A la pregunta de si amaba a esa mujer no podía dar una respuesta concisa. Jamás había estado enamorado del modo en que lo estaban sus padres. En cambio tenía que admitir que Carmen le arrastraba a la pasión, a la excitación y el deseo.  Esas palabras eran lo que mejor definía su relación.
Consciente de que toda la tripulación les observaba expectantes, Diego se permitió darle un casto beso en la frente. La fragancia de gardenia y sándalo que usaba Carmen le envolvió.
 ―iré a verte esta noche –  prometió.
Ella asintió con una mueca pesarosa.
―No faltes por favor.
 ―Lo juro.
Diego la ayudó a subir y antes que el coche se pusiera en movimiento le dio la espalda caminando de nuevo hacía el destructor. Carmen hubiera ansiado que él se mostrase más cariñoso e hiciera alguna exhibición del amor que le profesaba. Pero Diego nunca lo hacía. Al menos no en público.
Dos de los oficiales del Destructor habían montado una improvisada mesa junto a la pasarela. Justo al otro lado se habían congregado una larga fila de marinos esperando que les contratasen. Habían escuchado que pagaban bien  y el trabajo era escaso.
A Diego le llamo especial atención uno de rasgos musulmanes. Ojos oscuros rasgados, piel olivácea y cabellos ensortijados de un tono castaño oscuro. Le sacó de entre el resto.
 ― ¿Qué idiomas hablas?
 ―Ingles, árabe y español – respondió el muchacho con orgullo irguiéndose en sus ropas holgadas de aspecto humilde. Era un sujeto delgado y de baja estatura. Diego le sacaba una cabeza larga.
 ― ¿Cómo te llamas?
 ―Ayoub.
 ―Ayoub busca a Guzmán, mi segundo de a bordo y dile que vas de mi parte.
 ― ¿Y quién es usted?
  ―  Tú almirante.
  ―  Si señor, ahora mismo señor – respondió el jovencito con una amplia sonrisa y una exagerada reverencia. Corrió hacía la pasarela dichoso con su suerte.
Más tarde Diego revisó el resto de la tripulación. Cien hombres fuertes y osados que el que más o el que menos se habían visto envuelto en alguna batalla en un momento de su vida.
Por la tarde, tal y como había prometido, se acercó a ver a Carmen. Muy lejos de pasar el tiempo charlando o intentando persuadirle de que no cumpliera su objetivo, ella se empeñó en que formalizaran su compromiso.
Cansado de seguir escuchándola, él aceptó.
 ―Cuando vuelva nos casaremos, pero no vayas publicándolo hasta mi regreso, por tú bien y por el mio.
 ― ¿acaso no piensas volver?
 ―No es eso. Puede que conozcas a alguien mientras yo esté fuera.
 Ella agrandó los ojos observando como Diego se vestía.
  ― ¿Cómo puedes ser tan insensible? ¿De verdad piensas eso? ¡Eres un loco si crees que…! ¿Lo crees?
 ―Puede ser – sonrió él con petulancia.
 ― ¡te esperaré siempre!
 ―Aun así no lo vayas diciendo hasta estar completamente segura de que es eso lo que quieres.
 ―¡Hablas de nuestro compromiso como si fuera un simple negocio! – dijo Carmen molesta – es como si no quisieras casarte.
Diego la miró con el ceño fruncido.
 ― bien sabes que no me entusiasma la idea, no obstante, lo hago porque sé que te hace feliz. Deberías alegrarte en vez de cuestionarme.
 ―Pues no te sientas obligado – respondió ella, mordaz, admirando el largo cuerpo que se abotonaba la camisa.
―No me siento así. En este momento me importa más otros asuntos que este… lio de enamorados. Mi preocupación esta con Ana Lisa. – Diego no vio que su comentario la hería.
 ― ¿volveremos a vernos antes de que embarques?
Carmen se había incorporado y se estaba colocando una suave bata de seda.
Diego la miró. Su actitud no le engañaba. Podía reconocer cuando ella estaba molesta y ese era uno de esos momentos. Se acercó rodeándola por la espalda. Hundió su nariz en el espeso cabello y la escuchó suspirar cuando él apretó su pelvis contra el bien formado trasero.
 ―Volveré Carmen – las manos de Diego se deslizaron hasta sus pechos y los acarició a través de la seda – ya te avisaré.
 Carmen dejó caer la cabeza hacia adelante, de nuevo excitada.
 ― ¿no vas a escribirme, verdad?
 ―no lo creo – admitió,  presionando sus caderas contra las de ella.  – pregunta en casa si quieres saber de mí.
Carmen gruñó y después se resignó. Si aguantaba los desplantes de Diego era simplemente porque sabía que una vez que se casaran él dejaría de tratarla como si fuese una amante cualquiera. Si él no le gustase tanto, si no fuera un hombre guapo, unos de los mejores partidos de la zona y no le hiciera el amor hasta hacerla delirar, lo habría mandado a freír espárragos hacía tiempo.
Él también pensaba lo mismo, por eso había sido sincero con ella. Si Carmen conocía a otro hombre en su ausencia no le iba a importar demasiado.
                                                    ***
  ―Almirante ¿Qué ordenas? – la voz de Guzmán, situada justo detrás de él, le sacó de sus recuerdos. Diego le miró sobre el hombro y esperó que se colocara a su lado, observando la costa.

 ―Esperaremos a que anochezca. Anclaremos en aquella cala y descenderemos en barcas. Vamos a mi camarote y volvamos a mirar el mapa.